A partir de la aprobación de la Ley de Paridad de Género en Ámbitos de Representación Política en 2017, surgieron proyectos de cupo femenino: electorales, sindicales, en los medios de comunicación y hasta en las sociedades anónimas. El gobierno peronista, y antes el macrismo, los tolera o los promueve, según el caso, para revestir con un mínimo de equidad algunos ámbitos, a sabiendas de que un cambio en su composición de género no modifica su ADN opresivo. Claro que, sobre las cosas importantes, evita cualquier cambio: posterga el derecho al aborto legal, seguro y gratuito porque la libertad de las mujeres, para los Estados, es intolerable. Teniendo en cuenta esto, es útil la siguiente pregunta: ¿es la paridad sinónimo de libertad femenina?
Hace dos siglos, a muchas pioneras del feminismo las animó una exigencia profunda: rehabilitar la integridad humana de todo un género, el femenino, denostado por su supuesta inferioridad. Las enseñanzas difundidas de Santo Tomás de Aquino sobre la procreación como la “única utilidad femenina” no distaban mucho del pensamiento laico y jacobino de Robespierre al considerar a las mujeres “poco capaces para ideas elevadas”. Más cerca en el tiempo, todas las democracias se consolidaban excluyendo a las mujeres por tener un “cerebro más pequeño” y se popularizaba la supuesta “envidia femenina del pene” del estafador Freud. Estos mitos patriarcales –aunque en crisis– continúan vigentes, y se reinventan en quienes reducen a las mujeres a meros “cuerpos gestantes”.
Descubrir la integridad femenina
fue y es un camino tan apasionante como contradictorio, inseparable de
pensar y afirmar la dignidad humana. Hasta ahora, batirse por defender la verdadera humanidad común entre
hombres y mujeres significó
subestimar las diferenciaciones de
género – propiamente humanas– ponderando la “igualdad”; luchar contra una
injusta y brutal discriminación significó medir las capacidades femeninas en el terreno de los opresores; conquistar derechos elementales sufriendo los embates
estatales fue de la mano de cultivar
esperanzas en sus instituciones. En
lugar de reconocer las potencialidades
femeninas y el bien que representan para todas y todos y, por
lo tanto, buscar caminos
independientes y alternativos al patriarcado para desplegarlas
con las/os otras/os, la mayoría de las corrientes feministas se obsesionaron
con la “paridad”, que se transformó en el horizonte insuperable.
Con resistencias, el patriarcado se va adaptando para conservar su dominio. Hoy en día, algunas mujeres pueden ser militares, empresarias, cabezas de organismos criminales como el FMI, presidentas y legisladoras. Sin embargo, aspirar a poder explotar igual que los patrones, dirigir guerras, encarnar el racismo de los Estados o vivir la sexualidad “consumiendo” personas no rehabilita nuestra humanidad, sino que la envilece. Vivimos tiempos muy diversos a los de nuestras antecesoras, atravesados por una emersión femenina mundial en la cual millones de mujeres se expresan exigiendo respeto, dignidad y libertad. Por ello, los desafíos son más grandes y hay nuevas posibilidades. Afirmar la integridad femenina puede comenzar por delinear un camino a la medida de nuestras propias exigencias de una vida mejor, más libre, justa y bella, más segura para nosotras y para todos, eligiendo ser radicalmente diferentes a quien oprime.
Ana Gilly