El Ministerio de Desarrollo Social quiso
avanzar en la pretensión de reglamentar la prostitución. Semanas atrás, aunque
solo por unas horas, incluyó en la nómina de ocupaciones de la Economía Popular
la categoría “trabajadores sexuales”. Si bien esta pretensión contradice
estatutos legales –nacionales e internacionales–, no nos sorprende el interés
del gobierno por favorecerla. Todas las instituciones estatales, por acción u
omisión, son cómplices de las redes de prostitución: la policía regentea burdeles
reprimiendo y extorsionando a las prostitutas, la gendarmería está vinculada al
tráfico de personas, el Poder Judicial protege a los proxenetas y el
Legislativo abandona a las víctimas rescatadas, y las campañas políticas –tanto
del macrismo como del peronismo– reciben fondos de proxenetas reconocidos. Es
que el negocio sobre el cuerpo y la sexualidad de las mujeres es el tercero más
rentable a nivel mundial, luego del tráfico de armas y drogas. Según la
Fundación Scelles, 40 millones de personas son víctimas de la prostitución, el
80 % son mujeres y niñas, y generan ganancias por más de 110 millones de
dólares anuales. El volumen que tiene este negocio patriarcal y criminal no
sería posible sin la complicidad activa y la protección de los gobernantes de
turno. Por todo esto, cuando hablamos de prostitución estamos hablando, en
primer lugar, de un drama humano de proporciones inmensas.
Esto es lo que ocultan AMMAR y el Ministerio
de las Mujeres, Géneros y Diversidad. Esconden este trágico panorama, ponderando
la “libertad individual” de prostituirse. Defienden su postura utilizando los
mismos argumentos que el patriarcado: la sexualidad puede separarse de la
integridad psicofísica, puede comprarse y venderse, y eso significaría
liberarla. Discurso reaccionario y burgués el de exaltar la libertad de
elección individual –sobre todo la de poseer cosas, y personas– separándola del
bien recíproco, de sus repercusiones relacionales y colectivas. De acuerdo a
esta idea negativa e individualista de la libertad se puede elegir muy mal, incluso
en detrimento de la dignidad y de la libertad de todo el género femenino.
Libertad rima con dignidad, en todo los planos. Así, estamos aprendiendo que liberar nuestra sexualidad significa despojarla de estereotipos opresivos –sean estatales o puritanistas eclesiásticos– uniendo el placer al afecto, a la sinceridad, a la comunicación, al respeto y al conocimiento, a redescubrir la potencia erótica presente en la integridad de nuestro cuerpo. Algunas auténticas feministas del pasado nos lo sugirieron: “La unión libre y honesta de hombres y mujeres que se aman y son camaradas hará desaparecer una calamidad que mancilla la humanidad: la prostitución” decía Aleksandra Kollontai, y Mujeres Libres (España) afirmaba “Mientras exista la prostitución no se podrá llegar a la sinceridad en el amor, en el afecto, en la amistad, en la camaradería”. Pero hoy Georgina Orellano, sentada junto a las flamantes funcionarias, sostiene: “Soy feminista porque yo al patriarcado le cobro. Despojo la sexualidad del amor y le pongo un precio”. Patriarcas del mundo, agradecidos.
Cecilia Buttazzoni y Ana Gilly
Publicado en Comuna Socialista Nº54